Homenaje a Manolo, el masajista, ante el Zaragoza
Solía sentarme en el viejo Las Gaunas, junto a mi padre y mi hermano Félix, en la tribuna de Preferencia, a escasos metros del banquillo local. Ahí era habitual la presencia de Manolo González, el masajista, con su botiquín, su botella de agua milagrosa y una toalla al hombro. Tenía cara de buena persona y una gran agilidad; solo había que verle saltar al campo a toda velocidad cuando el momento lo requería.
Él lo dio todo por el Logroñés y el club le correspondió con la insignia de oro, tras más de 25 años de servicio, y, luego, con un partido homenaje el 25 de septiembre de 1980. Nuestro equipo se enfrentó al Zaragoza (0-4), que, disputadas tres jornadas de Liga, era el líder de Primera División. En los prolegómenos, Manolo recibió multitud de recuerdos y regalos; después, subió al palco para ver el encuentro, junto a su esposa, Celia.
Aquel día, su hijo José Carlos González, fisioterapeuta titulado, le sustituyó y se sentó en el banquillo. “Una y no más”, me cuenta, “Para mi padre, el fútbol era su mundo, pero a mí no me gusta. Yo no quería sentarme ahí y tuvo que convencerme la familia. Fue un trago porque soy muy tímido. Los jugadores me vacilaron diciéndome que se iban a tirar a propósito para que saltara al campo y, claro, me hicieron salir”.
“El secreto de un buen masaje está en las manos”, me confesó Manolo en cierta ocasión, cuando, ya jubilado, le pregunté acerca de ello en uno de nuestros frecuentes encuentros por razones de vecindad. “Las suyas no es que fueran buenas, sino que eran buenísimas”, me apunta Belaza. “Manolo era la mejor persona del mundo entero y, además, listo para las lesiones de los deportistas”. Es un hombre al que se le añora.
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